La seguridad alimentaria es un tema que ha tomado mucha relevancia en los últimos años, sobre todo con la llegada de la pandemia, que magnificó el número de personas en estado de vulnerabilidad con algún tipo de carencia alimenticia, específicamente en países en vía de desarrollo, como Colombia. Expertos de la FAO, aseguran que 828 millones de personas en el mundo padecen de hambre (definida como el consumo insuficiente de energía alimentaria) y para el caso del país, y, según un informe del Programa Mundial de Alimentos de la ONU para noviembre de 2022, cerca de 30% de la población se encontraba en situación de inseguridad alimentaria moderada o severa, que se define como la carencia de acceso a suficientes alimentos inocuos y nutritivos.
Aunque es irónico que un país como Colombia, con casi 24 millones de hectáreas para cultivar (Según Minagricultura), con una variedad de climas que permite una gran diversidad de producción agrícola, se encuentre entre los 10 países con mayor porcentaje de hambre de América Latina y el Caribe entre 2018 y 2021 según la FAO. Lo anterior, permite entrever que, en la actualidad, una de las mayores causas de la inseguridad alimentaria en Colombia no radica tanto en la escasez de tierras sino en la distribución de su uso. Varios expertos han argumentado que la tierra en Colombia no tiene un fin productivo, sino especulativo, como es el caso de Alejandro Reyes y Darío Fajardo, que manifestaron su preocupación sobre este tema ante la comisión de la verdad.
Diferentes entidades gubernamentales y no gubernamentales han diseñado programas que permiten el acceso físico y económico a alimentos, en las regiones más apartadas del país a través de la entrega de insumos para la producción de alimentos de autoconsumo. Pero ¿qué les ha faltado a estos programas para ser efectivos? Es cierto que en el corto plazo sus intervenciones logran calmar y suplir las necesidades de las personas, pero en el largo plazo no logran cambios significativos cuando no tienen en cuenta las particularidades de cada territorio. Por otro lado, con contadas excepciones, por ejemplo, el Programa Resa con evidencia de buenos resultados, en general, no se realizan, capacitaciones y acompañamientos que permitan un desarrollo integral de las actividades productivas como asociativas. Estos enfoques poco integrados se convierten en grandes pérdidas de recursos al replicar estos programas, además de una pérdida de oportunidad para mejorar las condiciones del país. La consecuencia es que la mayoría de estas regiones (Cauca, Chocó, La Guajira, entre otras) solo tiene en común dos cosas: el hambre y el abandono estatal.
El abandono estatal en estos temas se ha tenido que soportar durante décadas, se hace aún más evidente en las zonas rurales y se agudiza en los municipios ubicados en la periferia del territorio nacional. Según Dejusticia, en la construcción del estado local en Colombia, para 2021 existían 137 municipios que presentaban una incapacidad institucional crítica. Lo anterior, da como resultado un sistema de salud precario, irregularidades en infraestructura, ausencia de instituciones públicas y de educación. Esas desigualdades, según Carpena y Bejarano (2023) han acentuado uno de los mayores detonantes del hambre en el país, el conflicto armado.
El conflicto armado que data de mitad del siglo XX y que ha perdurado, con distintos actores, actualmente subsiste en forma de enfrentamientos entre guerrillas, paramilitares, narcotraficantes, grupos criminales y fuerzas armadas. Este ha perdurado en el tiempo y en la actualidad se evidencia en desplazamiento campesinos, comunidades indígenas y afrodescendientes, despojo de tierras, destrucción de cultivos, secuestro, extorsión, reclutamiento forzado, asesinatos. Es un conflicto armado al que somos indiferentes en la ciudad, pero que desangra diariamente al campo.
Según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos, el conflicto armado ha permitido a grupos ilegales el uso de más de 204.000 has de tierra para la siembra de coca, de las cuales 45% se concentra en 10 municipios (especialmente en el suroccidente y en el nororiente del territorio nacional). Esto ha inhabilitado tierras para los cultivos; causando estragos en la agricultura y limitando el comercio, pues algunos de los corredores principales son rutas importantes del narcotráfico. Lo anterior ha implicado un cambio en las prácticas de producción de alimentos, y la sustitución de ellos cultivos ilícitos, que, aunque en el corto plazo pueden generar mejores ingresos, a largo plazo implican un alto costo para el bienestar y la tranquilidad de la población.
Quizá sea hora de dar un nuevo enfoque a las intervenciones en el territorio nacional, de juntar esfuerzos entre los principales actores que tiene el país; el Estado y las empresas privadas. Consolidar alianzas público-privadas, en dónde, por un lado, se escalen los proyectos exitosos, usando los recursos del Estado y a la vez, promoviendo el acceso a bienes públicos para esas poblaciones intervenidas. Con esto, se asegurarían proyectos productivos sostenibles que generen mejoras en las condiciones de vida y un mayor alcance institucional.
Un ejemplo son los proyectos realizados por la Fundación Alpina y evaluados por Econometría Consultores, en donde se evidencia una apuesta productiva que fortalece las capacidades de las familias, y las organizaciones y comunidades rurales desarrollando sistemas agroalimentarios sostenibles. Adicionalmente, se trata de una apuesta de transmisión de conocimientos apoyada con el monitoreo, seguimiento y la documentación, para conocer las características propias del territorio y la población. Esto permite poner en marcha intervenciones focalizadas en las necesidades específicas de la población y su entorno. Por ejemplo, el proyecto “Autonomía económica de mujeres rurales del Cauca se llevó a cabo con 400 mujeres de los municipios de Argelia, Balboa, Mercaderes, Rosas y Sucre y donde por medio de insumos y asistencia técnica se obtuvieron incrementos del ingreso neto y de la productividad de las unidades agropecuarias. También se logró el mejoramiento de la capacidad de toma de decisiones del hogar, y el aumento en el conocimiento de las rutas de atención de Violencia Basada en Género Sumado a lo anterior, se observó crecimiento en la producción y la conformación de circuitos cortos de comercialización conllevando a una mejora en la seguridad y diversificación alimentaria.
El anterior ejemplo es una muestra de que los proyectos enfocados en las características de la población objeto de la intervención, y con un acompañamiento constante, permiten ser sostenibles en el tiempo. No solo proveen insumos productivos, sino que facilitan las herramientas para la creación de espacios en donde la persona beneficiaria puede diversificar sus labores e impactar de manera económica y social a su territorio. Sin embargo, estos proyectos pueden quedarse en buenas intenciones, sin mayor injerencia en el contexto nacional. Ahora bien, con voluntad política (mayores recursos) y la integración con los privados (laboratorio social), esto puede generar posibilidades de desarrollo y enfrentar de verdad el problema de la inseguridad alimentaria.