Según el Ministerio de Vivienda, 80,2% de los municipios del país en 2023 tenían vencidos sus Planes de Ordenamiento Territorial (POT). Como plantee en una columna anterior, “Sin ordenamiento territorial no hay desarrollo posible” (La República, 2024), el no actualizar los POT es equivalente a estar desaprovechando posibilidades de desarrollo, estar incurriendo en gastos superiores a los previstos y poniéndonos a nosotros y a nuestras propiedades en riesgo de emergencias, respecto a opciones donde el ordenamiento propicia la cooperación (uso de una infraestructura por más gente) o evita situaciones de riego (que generarán costos cuando ocurran los eventos). Si el ordenamiento es tan importante y es un tema central en el actual Plan Nacional de Desarrollo, ¿por qué ese retraso?
Lo primero es que los potenciales beneficios del ordenamiento son percibidos por la ciudadanía como un tanto remotos e hipotéticos, mientras que los costos, expresados en aumentos de los impuestos prediales, son reales y anualmente recurrentes. La mezcla de falta de pedagogía sobre beneficios, muchos de ellos colectivos, y temor a que un aumento en los ingresos para las administraciones locales no derive en mayores obras y servicios (sea por ineptitud o por corrupción), hacen que no se perciba los beneficios netos.
En segundo lugar, falta claridad conceptual sobre los aportes del ordenamiento territorial. Los POT contemplan la estimación de más de 40 indicadores para su formulación y para luego hacerle seguimiento a su aplicación (expediente municipal). Indicadores bastante complejos. Al punto de que, cuando el Programa POT Modernos fue a hacer un seguimiento a los mismos, la mayoría de los municipios no fueron capaces de estimarlos y fue necesario contratar una consultoría (!).
Sin embargo, si se analiza en detalle la esencia de los POT, como hicimos en un informe para el DNP con financiación de MSI (Econometría, 2018), ordenar un territorio en esencia implica tres cosas. Primero, conservar y proteger el agua, cosa que, como evidencia la crisis que vive Bogotá, es más urgente que nunca. Segundo, identificar las áreas que enfrentan conflictos de uso del suelo. Es decir, que son usadas con fines diferentes a su vocación, como cultivos en zonas de páramo o áreas de vocación agrícola que no se usan. Y tercero, buscar minimizar el tiempo de acceso a los bienes y servicios públicos a través de las inversiones y acciones del Estado. A falta de claridad, la formulación de los POT se va por lo procedimental y la prioridad termina siendo la estimación de más de 40 indicadores.
En tercer lugar, como si con lo ilustrado en el párrafo anterior no fuese suficiente, estamos quedados a la hora de formular los POT porque no diferenciamos entre POT, Planes Básicos (Pbot) y Esquemas (EOT). La idea, en principio, era que el esfuerzo asociado a municipio de distinto tamaño fuese diferencial. En la práctica, las tres figuras de ordenamiento terminan siendo una sola. En la medida en que no hay claridad conceptual y al final tienen que estimar una gran cantidad de indicadores, la gran mayoría de los municipios terminan contratando empresas consultoras para este trabajo, las cuales llegan con una “plantilla” que, en una muestra ilustrativa del “copy & paste”, terminan aplicando a todos los municipios independientemente de su categoría, e incluso diciendo a los municipios más pequeños que les están dando un plus respecto a lo que requieren.
Un cuarto tema es el costo de los estudios que deben dar insumos para la formulación de los POT, como los levantamientos de la cartografía o el análisis de riesgos. Estos son viables para grandes municipios con amplias fuentes de financiación, pero prohibitivos para los pequeños. En este campo, lo crítico es lo comentado en el punto anterior: la falta de discriminación. Una gran ciudad debe hacer un levantamiento cartográfico detallado, pero los municipios a quienes corresponde elaborar un esquema de ordenamiento territorial deberían tomar como base la cartografía con la que cuente el Igac. Y luego, en temas como la vocación de uso del suelo o la identificación de riesgos, debería trabajarse con cartografía social, involucrando a la comunidad sobre la información que se disponga del Igac y otras entidades públicas.
Finalmente, hay un tema normativo que deja un tremendo vacío en este país santanderista. De acuerdo con el concepto de una firma jurídica “aunque la revisión del POT es un mandato legal, no existe sanción a los alcaldes por no realizarla”. Absurdo.
Este es un escenario donde no se perciben los beneficios, pero si los costos; no hay claridad conceptual sobre lo que realmente es importante de los POT y lo que queda es la necesidad de estimar muchos indicadores; no se discrimina el trabajo que se debe hacer en los municipios según les corresponda POT, Pbot o EOT; y los municipios pequeños no cuentan con los recursos para hacer los estudios que corresponden a las grandes ciudades. No extraña que 80,2% de los municipios no haya actualizado sus ordenamientos territoriales ya vencidos.
Acá se aplica la frase de Voltaire: “lo perfecto es enemigo de lo bueno”. El ordenamiento territorial es absolutamente necesario para organizar las funciones del Estado en el territorio, y es razonable actualizarlo con la periodicidad que plantea la ley (cada 12 años). Pero la institucionalidad y las prácticas crean todos los incentivos para no hacerlo. Ello es terriblemente costoso en términos de bienestar para la población y racionalización de las finanzas públicas, que al final se refleja en posibilidades de desarrollo.
Los municipios de mayor población, y en menor medida los intermedios, cuentan con capacidades y recursos con los que pueden trabajar. La prioridad son los municipios a los que les corresponde los EOT. Todas las entidades públicas con objetivos espaciales deben verter su información en los mapas del Igac (Econometría, 2023) y sobre esa base, a partir de consultas municipales y cartografía social, deben elaborarse esos esquemas. Es mucho mejor tener algo actualizado, que viejas pautas de ordenamiento territorial que no se vayan ajustando a las cambiantes necesidades del país.